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viernes, 13 de noviembre de 2015

De pronto.

No entiendo como una persona que ha ocupado tantas noches tristes y tanta inmensidad grisácea pueda dejar semejante vacío.
Ella ladeaba la cabeza, queriendo encontrar otra forma de ver las cosas. Lamía y relamía las hojas, una tras de otra. Devoraba el papel. Devoraba el tiempo. Quería encontrarse de nuevo entre esas letras, o en la mirada de las personas de esa fotografía.
No entiendo el golpeteo del minutero del reloj contra la mesa, una especie de tartamudeo incesante, y culpable.
 No comprendo como el tiempo puede ser tan relativo a un lado y a otro de este abanico de emociones.
 Un cristal roto parece encajar perfectamente en las grietas de su costado izquierdo. Tan frío como denso se adentra en las profundidades de un lamento incontrolable, de un sollozo intermitente, pendiente de la puerta, de la lluvia que golpea en la ventana, para así dejar de confundirla con sus pasos.
Esta tortura me está despedazando el alma.
Por si no lo sabías se puede prender fuego al viento...
Desde el recuerdo insaboro de tus besos, siguiendo el rastro de saliva entre los encajes de mi espalda, quisiera decirte que te amo profundamente, y que tengo demasiadas estacas propias clavadas en el pecho equivocado...
 Por si llegaras a volver; quisiera retarte a mirar dentro de mí y conseguir verme como la persona que dejaste atrás al irte.
Sé que no serías capaz.
 Me exaspera el titubeo del reloj, ¿cuántas horas son un minuto?
La única culpable soy yo, por creer en mis palabras. Por que las peores promesas son las que no se dicen en alto. Las que una se hace a sí misma, por que esas... esas no se las lleva nadie cuando se va. Esas se resecan en el fondo del corazón, como una vieja herida, la costra de un pasado que podría saltar en cualquier momento.
Estas paredes que ahora evitan mi huida son las mismas que nos arropaban las noches de verdades a medias y cuerpos unidos por el tenue erizar de la piel, cuerpos que parecían perecer el uno junto al otro en la inmensidad de una vida... De un libro a medias, del temblar de tu barbilla junto a la mía, una cortina que besa al suave viento... El rocío que acaricia las hojas después de salir el sol. Así éramos. 
La perfección de dos manos encajadas que paseaban bañándose en el ajetreo de cualquier ciudad.
Y tú... De pronto decides no sentirme más. De pronto sólo encuentro una silueta casi indescifrable donde solía estar tu sonrisa.
De pronto la inmensidad grisácea, sigue siendo una inmensidad grisácea, pero ya no me guía tu voz.
De pronto; te echo de menos.




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